Waldemar Cubillas comenzó
a estudiar sociología tras las rejas y realizó un censo por el cual supo que un
alto porcentaje de sus compañeros de reclusión no sabían leer ni escribir. Al
salir de la cárcel, volvió a la villa La Carcova (con acento en la o, como lo
pronuncian sus habitantes), con el propósito de repetir allí el programa de
alfabetización para adultos que había comenzado en el Centro Universitario de
la cárcel. Pero la realidad de la villa impuso sus condiciones y así surgió la
biblioteca popular La Carcova, donde se reúnen docenas de pibes de 6 a 12 años
para leer, contar y escribir historias y recibir asistencia escolar. “Este es
El Cuentero”, dice Waldemar. Un morochito rapado de ojos y pestañas enormes
asiente.
– ¿Por qué te llaman así?
– Porque soy el que
inventa los cuentos –responde con orgullo.
Esa cabaña de unos 2x3
metros fue construida con maderas del cartoneo. Sobre el piso de tierra,
colocaron los restos de una alfombra apolillada. La pared del frente fue
tapiada con adobe sobre las tablas para atenuar el frío. “Lo hicimos desde
abajo, sin ayuda de nadie, porque así empiezan las cosas que valen”, dice
Waldemar. Adjunto a la biblioteca, construyeron con el mismo sistema un
establo, para guarecer a un petiso viejo que les regalaron cuando ya no pudo
tirar del carro de cirujear. Un chico propuso llamarlo Néstor, otro sugirió
“Néstor en bloque”, por el conjunto de cumbia villera que canta:
“Siempre fuimos como luz y
sombra
que sin la sombra no hay
luz
y sin la luz no hay
sombra”.
Por fin, todos acordaron
ponerle Tornado, nombre que el matungo sobrelleva con el exiguo decoro que le
queda. A pocos metros de la biblioteca y el establo está el santuario,
compartido por tres deidades populares: San la Muerte, el Gauchito Gil y la
yoruba Iemanyá. Siempre rodeado por los pibes que lo siguen como líder y
modelo, Waldemar reflexiona sobre los territorios que definen su vida. “La
cárcel es como la villa con muros, la gente es la misma, las relaciones se
parecen.”
Por Horacio Verbitsky
(gracias Perro)