Por Nilda Garré (*) (**)
Un debate desordenado y confuso
en torno de la potencial expulsión de personas calificadas de delincuentes
extranjeros antes de recibir condena firme se ha instalado en la opinión
pública de manera inverosímil.
El solo debate en torno de la
posibilidad de regresar a los tiempos de la Ley de Residencia de 1902, que
permitía al gobierno expulsar a inmigrantes sin juicio previo, amerita que el
campo nacional y popular se tome el desafío muy seriamente. Las consecuencias
laterales, no deseadas, de haber destapado la caja de Pandora de la xenofobia,
despertando un componente de intolerancia que se encontraba latente en la
sociedad, no deben ser subestimadas por las fuerzas políticas y sociales del
arco progresista.
Sea cual fuera el origen, el
debate está instalado, y por mucho que algunos nos sorprendamos, la
identificación del “extranjero” como responsable de la “inseguridad” ha
prendido en grandes sectores de la población. Es necesario entonces descomponer
esta visión en todos sus factores para ponderar exactamente lo que significa.
Por una parte, un sentido común
de época que busca culpables y un escenario simplificado por una cultura
“líquida” que entiende el mundo en término de antagónicos binarios: bueno o
malo. Este reduccionismo de corte liberal invisibiliza las causas históricas
del fenómeno del delito y la violencia en las sociedades modernas y en
particular en la nuestra.
La Argentina parecía estar lejos
de las naciones que generan estereotipos estigmatizantes en torno de sus
vecinos. Este tipo de patología social suele surgir con fuerza en sociedades
con grandes crisis económicas, tensiones bélicas, brotes de chauvinismo y de
nacionalismo.
Por el contrario, la Argentina
está embarcada en un proceso incuestionable de integración regional desde hace
décadas, particularmente potenciado por el gobierno nacional desde 2003;
nuestra economía ha salido indemne de la gran crisis financiera de 2009 y sus
coletazos posteriores; Sudamérica es una de las pocas zonas de paz del planeta.
Es decir, ninguna de las causas comunes para el establecimiento de chivos
expiatorios parecería estar dada.
Sin embargo, para que algunas
declaraciones ligeras puedan ser explotadas por la matriz de medios generando
repercusiones políticas y adhesiones tan amplias debe haber una causa
identificable.
Es legítimo pensar que
seguramente tenga que ver con cierto deterioro de valores tradicionales de la
democracia, como la solidaridad, la integración, la fraternidad, a partir de la
centralidad que ha adquirido el miedo en nuestra vida cotidiana. En particular,
la sobrerrepresentación del delito y la violencia en nuestra cultura de masas
presente. El sentido común resultante está signado por una épica gris en la que
se disputan “víctimas” y “culpables”.
Como fuera, esta plataforma de opinión
parece estar ya madura para que algunas frases lanzadas de manera
descontracturada, sin medir consecuencias, por alguna figura con gran presencia
mediática, sean resignificadas rápidamente por los mecanismos industriales de
producción de noticias y terminen anclando en porciones de la opinión pública
que quieren creer en causas sencillas y culpables claros.
Esta visión se cultiva
fundamentalmente en los sectores que van perdiendo la fe en las instituciones
republicanas a medida que la impunidad se vuelve parte de su derrotero diario,
en particular en las zonas urbanas sensibles, que son ámbitos urbanos
deteriorados (ej. el conurbano bonaerense o el Gran Rosario) donde la policía
suele estar ausente o es parte del problema y donde la justicia llega tarde o
nunca.
Esa particularidad estructural,
generada por la falta de convicción en la conducción política de las fuerzas de
seguridad y policiales, se traduce también en un imaginario policial
particular.
En ese imaginario, el delincuente
extranjero molesta al statu quo, el de la recaudación por las cajas ilegales de
la policía de una porción de los dividendos del delito. Por tanto ese
delincuente que no ha logrado asociarse a las policías que regulan la actividad
en el espacio público es percibido por ellas como la anomalía.
La estadística penal argentina no
expresa esa sobrerrepresentación policial del “extranjero” en la matriz
delictiva. El sentido común policial, gestado en el saber empírico, el de la
calle, termina creyendo sus propias fábulas. Este universo de representaciones,
la idea de que el centro del problema de la “inseguridad” es la laxitud de
nuestras leyes que permiten a los extranjeros abusar de la hospitalidad
nacional, no se corresponde con el diagnóstico desarrollado a partir de un análisis
sistemático de las causas múltiples y complejas del delito y la violencia en
nuestra sociedad.
Y con un diagnóstico basado en el
sentido común del pragmatismo policial, difícilmente se logren resultados
concretos en la conjuración del delito y la violencia. Por el contrario,
asignaremos responsabilidades a actores equivocados. Por ejemplo, reclamaremos
más policías en la calle sin identificar antes sus roles ni corregir sus
vicios.
Este universo de ideas piensa la
criminalidad como un fenómeno de desviación moral contra un orden recto que es
el de la ley y sus agentes. Paradójicamente, en las policías todos conocen que
la realidad entre los mundos policial y delictivo es de contornos más ambiguos.
Pero su sentido común sigue pensándose desde el alter ego del bien en conflicto
con el mal.
Mientras resulta entendible que
las culturas corporativas de nuestras policías consideren que sus agentes
poseen un saber superior validado por la experiencia directa con lo peor de la
humanidad, es inadmisible que las fuerzas políticas de la democracia terminen
cediendo a estas lógicas por la presión de la demagogia y de los medios de
comunicación.
El riesgo para las libertades
públicas, la relativización de las garantías de debido proceso y de la
presunción de inocencia es altísimo.
La apelación a un orden de
excepcionalidad, es decir a una teología política fundada en la amenaza
omnisciente del delito y la violencia, para expulsar a los extranjeros
designados a dedo por las policías como culpables llevaría a borrar de un
plumazo muchos de los avances institucionales en materia de protección de
derechos conquistados en la última década.
Los políticos debemos obrar de
manera serena, sin aturdirnos con los clarines mediáticos, ni los humores
fluctuantes de las opiniones públicas, en particular en materias tan sensibles
que terminan alimentando construcciones de alteridades negativas en torno de
categorías nacionales, étnicas o sociales.
* Embajadora argentina ante la
OEA. Ex ministra de Seguridad de la Nación.
** Aparecido en Página/12 el 9 de
septiembre de 2014 como “Suenan alarmas de xenofobia” .