Por Horacio González*
Al juez Thomas Griesa le
gusta fotografiarse. Es lógico, debe cumplir con una dimensión importante de la
función pública, que es la publicidad de su figura, con la postura de una foto
oficial. Hay fotos y fotos. La foto oficial es otra cosa. Se la prepara, la
toman especialistas, debe hacer brillar la solemnidad y la gallardía del poder.
Sin excesiva arrogancia y también sin falsos escrúpulos que parezcan un festejo
de la informalidad. Pero veamos a Griesa: su fisonomía dice mucho... o lo dice
todo. Es un rostro que pertenece a una cultura. Aunque no necesariamente agota
todas las posibilidades de la cultura norteamericana. Basta comparar su foto
con fotos de Faulkner, Kerouac, el mismo Henry Fonda. O si no, Marlon Brando.
Claro, son actores o escritores. Pero en sus rostros está expresada una
indeterminación, una apertura a la dificultad de la existencia. Pero en Griesa
no. Solo hay determinación, un arquetipo que parece surgido de un comic. Algo
que informa que estos rasgos sumarios de una fisonomía pueden albergar las
formulaciones más demoledoras de una cultura jurídica.
Es un rostro enjuto,
tomado por una ancianidad que casi es un mecanismo de voracidad y astucia. Al
lado de la bandera norteamericana, toma tal envergadura arquetípica, que es en
sí mismo un llamado imperial, una convocatoria belicosa con su martillo de madera
reposando amenazador en el pupitre. Parecería la estampa misma de un encorvado
dicterio, de un úkase patriarcal pronunciado desde lo alto y hacia el vacío. Un
reposado mundo jerárquico se desprende su figura, como vieja concepción del
mando imperial. En las fotos esto aparece como un resplandor subrepticio, pero
notable.
Todos podemos verlo. En
esa mirada levemente irónica desfilan como luminarias inertes las antiguas
guerras de conquista. Vemos la expansión contra México, la guerra contra España
para controlar Cuba, las acciones de todo el comienzo del siglo XX sobre
Nicaragua, las intervenciones sobre el resto del planeta, las que podríamos
considerar las más injustas, pues brotaban de cálculos geopolíticos y
económicos de secretos gabinetes de intrusión. En esa mirada lejana, como
ensoñada, en su vejez recalcitrante, podemos ver en Griesa –hombre de Kansas,
de Harvard, del Sistema– también la brumosa figura de un Braden. Pero no
veremos la de Humphrey Bogart. Sí la de un John Wayne. No la de un James Dean.
La cultura norteamericana, tan compleja como es, con su propensión a grabar
fuertes imágenes en la mirada de la humanidad, que supo llamar Nación a su
enorme variedad cultural, queda confinada en ese rancio octogenario que convoca
a la destrucción escribiendo actas judiciales que casi son órdenes
misilísticas.
Cada una de sus fotos, con
toga o sin toga, con bandera norteamericana o sin bandera norteamericana de
fondo, con media sonrisa o gesto adusto de burlona rapacidad, en un balcón
neoyorquino o rodeado de libros de leyes encuadernados –sí, le gusta
fotografiarse– es un retrato condenatorio de la civilización que han creado los
Estados Unidos de América. De su aspecto humanamente más fracasado. Ningún
rastro aquí de la tradición del fiscal, del juez que juega su cargo en una
denuncia, del sheriff valiente que no se doblega ante los sátrapas de turno. Es
la gran tradición liberal norteamericana. Está en su cine, su literatura: Doce
hombres en pugna; Casablanca; Los días del Cóndor; Shane, el desconocido; La
jauría humana; JFK; A la hora señalada; Citizen Kane. En el cortejo cruento que
pasa ante a mirada atemporal de Griesa, están los masacrados por tormentas en
el desierto o en prisiones como Guantánamo. Sueña este hombre, que sale de las
emisiones más lúgubres de las voluminosas fuerzas antidemocráticas de la
sociedad norteamericana, que puede enfrentar sociedades más débiles desde lo
alto de una cumbre judicial abstracta, con dictámenes escritos con garras, tan
diferentes de las plumas que emplearon Jefferson o Luther King para escribir
sus documentos. Sueña que abre sus alas y transfigura su despacho, queda su
cuerpo hecho famosa ave funesta y restan solo sus ojitos entrecerrados, que
picotean en los recuerdos de sus hazañas jurídicas bajo el tambor regimentado
de la especulación financiera más oscura de la historia de la modernidad.
Gozosamente cadavérico,
picoteando basurales de la historia, su imagen concita el repudio de los
pueblos, por reasentar las formas intrincadamente más oscuras del capitalismo
norteamericano. Esa mejilla hundida, ese mechón a veces peinado y a veces
despeinado. Sin duda habita un sarcasmo ahí, un supremo placer de daño que no
es diferente del que presidió los momentos más oscuros de la nación
norteamericana. Quizá sea cariñoso con sus nietitos, pero en estas imágenes
bate alas su condición depredadora. El pueblo norteamericano debe también saber
verla, porque al hacerlo conocerá también qué es lo que debe ser alejado de su
propio tejido moral e intelectual.
* Sociólogo, director de
la Biblioteca Nacional.
Publicado el 27/11/2012 en Página/12 como"Fisonomía de Griesa"
pero que pelotudo jaja
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